Jóvenes no protestan contra la reforma tributaria
Las razones de la actual movilización social son complejas y de carácter estructural. La fallida reforma tributaria es el detonante, pero está lejos de ser la causa de las marchas.
El paro nacional es resultado de un peligroso coctel que incluye desesperanza entre los jóvenes, la contracción económica resultado de la pandemia, nuestra condición de sociedad inequitativa, el fenómeno antiliberal (que no es exclusivo de Colombia) de desconfianza hacia las instituciones, el desencanto ante el actual gobierno, y los tiempos de un año pre-electoral.
Una evidencia para buena parte de esto la encontré en uno de tantos videos que han circulado en estos días con motivo de las movilizaciones. En éste, Isabel, una mujer cartagenera, veinteañera y luciendo una camiseta de la selección colombiana de fútbol, responde a una pregunta de un medio de comunicación que hace cobertura en las calles: ¿Y usted por qué protesta? ¡Pues, porque el Presidente es un hijueputa!
Acto seguido, la misma joven se arrepiente de su respuesta y pide excusas por el madrazo (que, entre otras, le había salido del alma). A esto suma la precisión de que su participación obedece a sus deseos de tener mayores oportunidades para estudiar y obtener un trabajo digno. Este perfil de quienes marchan, creo yo, es mayoritario entre los que se suman a la protesta en las principales ciudades del país.
Estamos hablando, en gran parte, de jóvenes que sienten orgullo por los colores patrios y que ejercen su sagrado derecho de pretender bienestar para ellos mismos. Cada reclamo y cada uno de sus gritos debemos entenderlos como una expresión tan legítima como urgente. Lo mejor de las marchas son los jóvenes, exigiendo la atención que merecen. La protesta no son los trancones, ni los vándalos, ni los desadaptados o politiqueros que pescan en río revuelto. Quizá tampoco los directivos sindicales.
Hablando de movilidad social, Colombia exhibe el más infame y descorazonador de los indicadores. Según varios organismos de cooperación internacional, un compatriota que nazca en el 10% de los más pobres del país tarda, en promedio, más de 10 generaciones en alcanzar un lugar en la clase media nacional. Esto es, si nacemos pobres, esta condición aplicará también para nuestros hijos, nietos y bisnietos. Y de ellos, sus hijos, sus nietos y bisnietos. Y apenas voy en seis de las diez generaciones en mención.
Si yo fuera uno de ellos, y en un día de mi juventud me hubiese dado cuenta de que mi destino inexorable era ser una estadística más de la potente trampa de la pobreza latinoamericana, yo también protestaría sin descanso. Y seguramente lleno de indignación al saber que, en el otro extremo del espectro social, personas de mi edad, en lugar de unirse a mis reclamos, escapan de ellos por medio de viajes a bonitas casas de descanso en Anapoima.
Como bien saben los líderes de la izquierda populista, estos diagnósticos son fáciles de enunciar, y a través de ellos es igualmente fácil construir falsas narrativas con fines electorales: 1) todo está mal y todo hay que cambiarlo, 2) todos los que han gobernado antes se han equivocado por incapaces y corruptos, 3) yo soy la única solución.
El autor de estas líneas ciertamente no tiene la respuesta a los enormes problemas que enfrentamos. Pero se me ocurre sugerir que la formulación de las soluciones no empiece con una discusión electoral. Dejemos eso para después. Creo se equivocan quienes le apuestan a que esta es la motivación de Isabel y sus colegas de marcha. Ellos no necesitan cambiar un caudillo por otro igual o peor. Su pedido es mucho más profundo y elegante. Lo que ellos buscan es recuperar su derecho a soñar con un mejor futuro.
Por ahora, escuchemos. De verdad, con atención y con respeto. La voz de nuestros jóvenes es legítima y urgente. Escuchar es la parte más importante del diálogo y una buena forma de mostrar empatía por el otro. Escuchémonos mucho mientras rechazamos toda forma y origen de violencia.